Deprisa, deprisa…

El ser humano de hoy vive acelerado. Tras miles de años de evolución humana, tras cientos de años de progreso, primero agrícola, luego industrial y finalmente tecnológico, la vida de los hombres y mujeres sobre la tierra no solo no ha mejorado, sino que se ha vuelto mucho más estresante, exigente y psicótica.

Nunca como ahora han estado tan llenos los consultorios psicológicos ni se han consumido tantos fármacos para la depresión, el insomnio y la ansiedad.

Nuestros esfuerzos para mejorar nuestra vida nos han enredado en más trabajo, más consumo, más necesidades y más prisas. Y esto se ha traducido en menos disfrute, menos satisfacción y menos bienestar.

En las clases sociales mejor situadas de los países ricos nos encontramos con un panorama muy poco parecido a la felicidad.

Una dinámica de vida que no es más que un círculo vicioso en el que estamos inmersos sin siquiera ser conscientes de ello.

Tenemos nuevas necesidades y somos esclavos de ellas. Las nuevas tecnologías nacieron para hacernos la vida más fácil pero la realidad es que nos están convirtiendo en seres dependientes e inseguros. Hemos trasladado nuestros miedos y complejos a las tecnologías y a las redes sociales y nos hemos entregado al ritmo vertiginoso del día a día sin darnos cuenta, y sin pararnos a pensar si era esto lo que queríamos hacer con nuestras vidas.

Unidos al progreso y a la “civilización” también han surgido problemas tremendamente escabrosos y poco esperanzadores en nuestras ciudades y pueblos, como los efectos del progreso en el medioambiente, en la política, en la distribución de la riqueza y en la alimentación, por citar solo unos pocos de los temas más preocupantes de este mundo nuestro en pleno siglo XXI.

Es cierto que ha aumentado la esperanza de vida y que se han vencido algunas enfermedades… se ha avanzado en tecnología, medicina y descubrimientos científicos y nos hemos subido a un cohete que nos ha llevado hasta la luna. Pero, fuera de eso, ¿qué mejoras nos ha aportado el progreso, de verdad, a nuestra especie, a nuestras vidas como seres humanos?.

El progreso y la dualidad.

La ciencia, el progreso, la explotación de los recursos naturales y el avance vertiginoso en todo lo material es una característica de nuestro mundo actual. A la vista está que no lo estamos haciendo de la mejor manera posible. El progreso, las conquistas del hombre, y la civilización en general como hoy la entendemos nos está cobrando un precio demasiado alto desde muchos puntos de vista. Y todo ello es una consecuencia de algo que surgió mucho tiempo antes: el concepto de separación; la dualidad.

Antes de la llegada de la idea de progreso, lo espiritual estaba muy presente en las vidas de los hombres.

Tenemos nuevas necesidades y somos esclavos de ellas. Las nuevas tecnologías nacieron para hacernos la vida más fácil pero la realidad es que nos están convirtiendo en seres dependientes e inseguros. Hemos trasladado nuestros miedos y complejos a las tecnologías y a las redes sociales y nos hemos entregado al ritmo vertiginoso del día a día sin darnos cuenta, y sin pararnos a pensar si era esto lo que queríamos hacer con nuestras vidas.

Unidos al progreso y a la “civilización” también han surgido problemas tremendamente escabrosos y poco esperanzadores en nuestras ciudades y pueblos, como los efectos del progreso en el medioambiente, en la política, en la distribución de la riqueza y en la alimentación, por citar solo unos pocos de los temas más preocupantes de este mundo nuestro en pleno siglo XXI.

Es cierto que ha aumentado la esperanza de vida y que se han vencido algunas enfermedades… se ha avanzado en tecnología, medicina y descubrimientos científicos y nos hemos subido a un cohete que nos ha llevado hasta la luna. Pero, fuera de eso, ¿qué mejoras nos ha aportado el progreso, de verdad, a nuestra especie, a nuestras vidas como seres humanos?.

El progreso y la dualidad.

La ciencia, el progreso, la explotación de los recursos naturales y el avance vertiginoso en todo lo material es una característica de nuestro mundo actual. A la vista está que no lo estamos haciendo de la mejor manera posible. El progreso, las conquistas del hombre, y la civilización en general como hoy la entendemos nos está cobrando un precio demasiado alto desde muchos puntos de vista. Y todo ello es una consecuencia de algo que surgió mucho tiempo antes: el concepto de separación; la dualidad.

Antes de la llegada de la idea de progreso, lo espiritual estaba muy presente en las vidas de los hombres.

En las culturas más antiguas no se podía separar religión y estado, las enfermedades eran castigos divinos y todo se dejaba en manos de unos dioses u otros, dependiendo de las zonas geográficas.

Occidente acabó con todo esto.

La entronización de la razón y la separación entre lo material y lo espiritual abrió una grieta en nuestro mundo consciente e inconsciente. Cuando el hombre empezó a acumular riquezas, cuando surgió el comercio y empezaron a realizarse descubrimientos en la física, la razón empezó a dejar de lado lo espiritual. El nacimiento de la ciencia fue el comienzo de la muerte de lo espiritual. Esta grieta entre lo material y lo espiritual no ha dejado de crecer al mismo ritmo que lo ha hecho la civilización. El racionalismo y el individualismo imperantes en nuestro mundo desde el siglo XVIII ha ido poco a poco expulsando lo espiritual fuera del concepto de civilización.

Cuanto más civilizada es la sociedad, más abandona las antiguas creencias y más avanza hacia lo manufacturado, lo pensado, lo revisado bajo el prisma de la razón. En definitiva, más avanza hacia lo artificial en detrimento de lo natural.

El progresivo abandono de la religión por parte de la cultura occidental se ha traducido en un vacío espiritual. La educación recibida en la familia y en las escuelas desde la industrialización se ha concentrado en lo práctico, en asegurar un futuro a las nuevas generaciones. Las instituciones, las administraciones, y los países «civilizados» se han centrado en enseñar a los niños a manejarse en un mundo material, regido por las leyes económicas de la oferta y la demanda, a preparar al ser humano a conseguir un trabajo y a vivir pendiente del dinero. Y se han olvidado de lo más importante: se han olvidado de que debajo de esos seres entregados a la vorágine de sobrevivir en un mundo economizado, hay seres humanos que sienten emociones.

Una persona puede tener todo lo que materialmente se puede desear, y al mismo tiempo sentirse vacío, tener una vida carente de sentido, depender de pastillas y padecer innumerables problemas de salud, insomnio y depresión.

¿Por qué no somos más felices?

¿Nos hemos equivocado de punta a punta en nuestra evolución como especie?

A cada paso en este proceso de apenas 500 años que separan al cazador recolector del hombre moderno, nuestras vidas se han vuelto cada vez más y más estresantes, exigentes y aceleradas. Nos hemos dejado llevar por el ansia de poseer, de dominar lo que hay ahí afuera. La tecnología nos permite llegar a más sitios, hacer más cosas en menos tiempo, comprar más rápido, consumir más, hacer más negocios y estar informados al minuto. Y ahora nos estamos dando cuenta de que todo eso no nos da la felicidad. Incluso nos la quita.

Nunca se han visto caras más serias, tensas, ojerosas y enjutas que las de los poderosos. La desconfianza, los intereses, las mentiras, los juegos de poder, las traiciones, las guerras comerciales… eso es lo que está en la mente de los más poderosos, de los más ricos. A ese sinvivir han llegado al mismo tiempo que han conquistado todo ese dinero y ese poder.

Y los psicólogos de toda esta gente se vuelven locos a su vez para sacar a las mentes de sus clientes de esos fangos, para ayudarles a dormir por las noches y a no odiarse a sí mismos.

Todos, absolutamente todos, están buscando en el lugar equivocado.

El engaño de nuestra mente.

Cuanto más domina nuestra vida la búsqueda de lo material, el ansia de riquezas, la necesidad de control, etc. menos paz, menos felicidad y menos bienestar experimentamos. Y cuanto más poder, riqueza y control consigamos, más miedo a perderlo se instalará en nuestra mente. El miedo nos hará desconfiados y nos mantendrá en un constante estado de desasosiego.

¿Por qué nos ocurre esto? Todo esto no es más que un engaño de nuestra mente. Nuestra mente nunca está satisfecha. Y se inventará cualquier excusa para mantener la situación como está. A la mente no le gustan los cambios.

¿Sobrevivir?

La mente, el subconsciente, el ego, el yo, la vocecilla interior, está ahí para protegernos del peligro. A ella le debemos la supervivencia en momentos de peligro. El cerebro manda órdenes al resto del cuerpo para sobrevivir.

Y para sobrevivir, nuestra mente tiene que estar pendiente de los posibles peligros. Hoy en día sobrevivir está directamente relacionado con el dinero. Si no tienes dinero en una sociedad como la nuestra, estás perdido.

Así que la mente se entrega a la tarea de conseguir mucho dinero, pasando por encima de lo que sea.
Nuestra mente nos pone sobre alerta para no sufrir. Busca el placer y huye del dolor. Es una constante. De esta forma, hará todo lo posible para evitar que suframos y está alerta ante cualquier sospecha de que algo puede ir mal.

Pero no solo de pan vive el hombre…

Como contraparte tenemos nuestro lado espiritual, en el que no manda la mente, manda el corazón. Y es la parte de nosotros que hemos abandonado. Nuestra capacidad de amar. Eso está en nuestra naturaleza, y no podemos desatender nuestra propia naturaleza. Si eso ocurre se produce inevitablemente la lucha interior, el insomnio, la depresión y la ansiedad.

Cuando vivimos sin tener en cuenta nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestro corazón no está acompasado con nuestra mente. Va por otro lado, y no puede expresarse (normalmente lo mantenemos amordazado). Estamos muy ocupados en sobrevivir, en mantener la parte mental, y no escuchamos al corazón. Pero este no puede mantenerse oculto, y protesta, normalmente a través del cuerpo, mediante enfermedades y dolencias. Todo este panorama se complica cuando nos relacionamos con los demás. Cada uno lleva a sus espaldas la carga de la mente, la supervivencia y los intentos del corazón de hacerse escuchar.

El amor.

El ser humano fue creado para amar y ser amado. Necesitamos amor. Somos seres sociales. No hemos nacido para la soledad. Necesitamos el contacto con otros y sentirnos amados, aceptados. La vida merece ser vivida si podemos compartir con otros nuestras alegrías y nuestras penas.

En la carrera del progreso nos hemos dejado por el camino esa parte esencial del ser humano. nos hemos olvidado de que somos amor. De que necesitamos la espiritualidad.

Solo el amor hace posible que los bebés crezcan y se desarrollen de una manera saludable. Se ha demostrado en múltiples estudios científicos, psicológicos y sociológicos que los niños que no reciben amor, caricias y conexión con otros seres humanos, no crecen. En algunos casos incluso mueren. Sin amor no hay vida.

¿Niños?

En la sociedad de hoy no tenemos tiempo para dedicar a los niños, al juego, al aprendizaje, al ejemplo de los mayores, a la educación en valores. Hemos entregado nuestros hijos a los colegios y las actividades extraescolares, a los videojuegos y a los móviles. Les estamos criando y educando poniendo la atención sobre sus necesidades materiales, les preparamos para un futuro en el que lo importante es el dinero. Y estamos descuidando sus necesidades emocionales.

Estamos dejando sus frágiles mentes en manos de violentos juegos de ordenador y de películas en las que se les ofrecen mundos en los que ya está todo pensado, diseñado, decidido y sentido. No hay tiempo para crear una vida interior propia. Y sin vida interior nos creemos que todo lo interesante está fuera. La mayoría de las personas vive centrada en lo que pasa fuera de sus cuerpos y no soporta estar a solas. Tienen que llenar su vida de actividades. Su trabajo y su tiempo de ocio están constantemente ofreciendo estímulos a una mente que ya está sobresaturada.

Así es normal que no podamos dormir por las noches.

La sobre-estimulación hace que la actividad incesante de la mente se acelere. Nuestro cerebro no es capaz de asimilar tanta información. Y la consecuencia directa de esto es la falta de interés. Hay niños de 10 años que ya no se sorprenden con nada. Y la falta de interés, la ausencia de la capacidad de sorprenderse es lo que mata la creatividad.

Estos niños ya piensan en términos de ganancias y pérdidas. Ya negocian con sus padres y ya dependen del dinero para conseguir más juegos de ordenador, más tecnología, más “felicidad” enlatada. Y la felicidad que logran con eso es pasajera y, como una droga, cada vez se necesitan estímulos más fuertes para conseguir que los atiborrados cerebros reaccionen y segreguen algo de dopamina. La dopamina es la hormona de la motivación, es la que nos mueve a perseguir algo y está relacionada con el placer y con las expectativas que tenemos sobre las cosas. Nos hace actuar para satisfacer una necesidad o para saciar un deseo.
Ante este panorama, el pesimismo puede ser aplastante.

Pero no está todo perdido.

Es posible recuperar nuestra esencia, tomar las riendas de nuestra vida y redirigirla hacia donde queremos. El camino está ahí, solo necesitamos dar el primer paso.

El proceso de regreso a nuestro ser es posible. Y pasa por prestar atención a lo que ocurre en nuestro interior. Para eso lo primero que vamos a hacer es parar. Detenernos un momento y respirar, dar a nuestro cuerpo la oportunidad de expresarse. El cuerpo es el camino hacia el interior. En segundo lugar, nos haremos preguntas, y miraremos dentro de nosotros para responderlas.

En nuestro interior está la clave. Y está esperando a que le dediquemos un poco de atención.

Nuestra vida cambiará.

En el siguiente apartado del blog veremos cómo hacerlo.

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